Echamos a caminar, y a cada paso, me acompañaba esa canción en mi cabeza. A mi derecha, su mano, y en su rostro la sonrisa que copiaba el mío. Con cada adoquín del suelo, un tintineo sordo más, y otra mirada sincera. Mientras nos adentrabamos en la madrugada, en la calle, en lo que estaba por venir.
En mitad de un salto había esquivado el escalón que daba paso a la calle. El frío se empezaba a notar en el aire. Miró el reloj, como resolución definitiva de que la hora no le importaría en lo que le quedaba de noche.
Detrás de ella un portazo. Su mirada la seguía con ojos cálidos, hasta que la alcanzó del todo. Cruzaron la calle. Dándose la mano empezaron a caminar calle abajo en mitad de la luz anaranjada de miles de farolas envejecidas. Todo estaba teñido de la calidez artificial de la noche caliente todavía de noviembre.
Sus botas empezaron a sonar contra el asfalto y empezó a concentrarse en el sonido, evitándo así los pensamientos sobre la preciosa noche anterior frente al mar y la luna llena, y la situación en la que se zambullía de lleno, con cada choque pseudometálico de las hebillas, sujetas a goma, entre sí. No podía evitar el nudo en el estómago, igual que no podía evitar la sonrisa que aparecía al observar, vista al suelo, por el rabillo del ojo la imagen de sus manos expertamente entrelazadas y la sonrisa soñadora y embotada de su derecha.
Vino el primer tirón en estas en que ella estaba pensando que no quería marcharse a casa todavía y prefiería caminar de su mano. Él se le acerco a la vez que ella giraba la cabeza; el nudo ya en la garganta y la confusión picassiana destrozando el orden, imponiéndo su fuerza caótica.
Dijo: "¿Porqué no?"
Caminaron. Más asfalto, más naranja, más golpes de metal distrayentes. La mirada de ella absorta en el suelo; la de él perdida en cada uno de sus escasos movimientos. El segundo tirón, más firme, la acercó hacia él, aún con la cara retirada y mirando al infinito. Aprovechó para susurrarle al oído un te quiero muy quedo, besarle el cuello y hacerle girar la cara un poco. Un poco. Y luego consigió hacerla olvidar con una verdad muy sencilla: "Sabes que quieres."
De madrugada, en una calle corta que se había hecho eterna; ella giro la cabeza un poco más a la derecha y dejó que su deseo se cumpliera. Ella le devolvió el beso la segunda vez y se quedó maravillada al parar a contemplar los ojos brillantes y oscuros que la miraban con tanta cercanía. Y decidió besarle otra vez. La calle se había acabado y ellos rieron al llegar a la gran avenida; vacía de coches y llena de noche. De luces difusas. Semáforos que cambiaban para nadie. Nadie más que ellos y la felicidad que llegó de la nada y se apoderó del momento.
Ella se alejaba de casa mientras caminaban por la avenida. Únicamente consciente de que estaba haciendo lo que quería hacer.
Manos entrelazadas. Paradas. Sonrisas en conversaciones tontas. Tirones de brazo. Respiraciones profundas.
Cuando llegaron al centro de la ciudad, él se quiso negar a dejarla marchar; no después de eso. Ella insistió en marcharse, de nuevo presa de la lógica. El se sentó y quiso besarla. Por última, y última, y última vez. Antes de subir al taxi, que ya la esperaba, se miraron esperando todavía que el momento durara. Pero acabó.
A la mañana siguiente, estómago revuelto incluido, sonrió al despertar. Era domingo, uno como cualquier otro, pero algo había cambiado en ella. La noche.
A él, lo primero que le dijo fue "He tenido un sueño. Uno precioso. Caminaba de la mano con un hombre; sí un hombre atractivo. Paraba para besarle. Me reía por tenerle. Me olvidaba de todo lo demás. Nos mirabamos mientras caminabamos por una calle, de madrugada, y la noche era preciosa. No quería que la calle por la que andabamos acabase. El momento era perfecto. Las luces se emborronan en mi memoria; se mezclan y agolpan con todas las imágenes que guardo ahora, al despertarme. Pero si hay algo de lo que estoy segura, es de que era totalmente feliz."
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