Enfoco la vista y me encuentro caminando por los impecables y solitarios corredores. Oigo el sonido de mis pasos amplificado quince veces al andar; retumbar e inundar de forma incómoda el silencio que corta el aire. Un museo de interminables pasillos e infinitas salas que albergan y dan cobijo a las más impensables obras de arte.
Cuadros.
Es todo lo que reconozco a mi alrededor y hace que este sitio parezca un poco menos espeluznante. Visten las paredes como lo harían luces a una habitación a oscura; les aportan sentido y les restan esa visión de inútiles y desprotegidas. Tanto a ellas como a mi misma.
Es una sensación agradablemente sobrecogedora estar rodeada de tanta vida plasmada en lienzos. Se me ocurre pensar en las historias de las vidas que cuentan y todo aquello por lo que una vez, un artista tuvo que pasar para conseguir precisamente esa reacción.
Podrá pareceros extraño, pero en estos momentos no pienso en nada más allá que colores, formas, vidas y hacia que lado girar en el próximo cruce. No pienso en cómo he llegado aquí ni en a qué viene todo esto. Solo camino.
De pronto, las paredes blancas comienzan a cubrirse, a cada paso que doy, cada vez más y más hasta convertirse en enormes tapices en tono burdeos y ese tono de rojo que te hace pensar que ha vivido a lo largo de mil y una guerras con intrincados dibujos de damasco. Ribetes dorados allí donde cabían y paneles de madera envejecida de ébano a media altura. Para cuando llego al final del pasillo creo que me encuentro con una sala que perfectamente podría haber sido la habitación de un rey. Menos por el pequeño detalle de que incluso desnuda, tiene un cometido que cumplir: Antesala de habitaciones de identidad propia para cada uno de los cuadros, colgados individualmente.
Al adentrarme en el diminuto mundo que comprenden las cuatro paredes de la primera sala, de un color morado tan oscuro y apagado a la par que radiante y complejo; es cuando me paro de verdad a contemplar el cuadro. Pinceladas precisas, con tonos tan realistas e intensos que parece que cogen impulso para saltar allí a donde me encuentro.
No se cuanto tiempo llevaré parada delante de aquel primer cuadro cuando lentamente las figuras y las luces comienzan a moverse ligeramente. Es ecléctico. Las luces parpadean y la gente se mueve de formas imposibles. Me noto sonreír. Ahora el intenso color morado con marcas de pulido de las paredes tiene sentido.
Me adentro en las siguiente sala, reacia a dejar atrás la libertad de aquella discoteca plasmada en artificial acrílico.
[...]
Cuadros.
Es todo lo que reconozco a mi alrededor y hace que este sitio parezca un poco menos espeluznante. Visten las paredes como lo harían luces a una habitación a oscura; les aportan sentido y les restan esa visión de inútiles y desprotegidas. Tanto a ellas como a mi misma.
Es una sensación agradablemente sobrecogedora estar rodeada de tanta vida plasmada en lienzos. Se me ocurre pensar en las historias de las vidas que cuentan y todo aquello por lo que una vez, un artista tuvo que pasar para conseguir precisamente esa reacción.
Podrá pareceros extraño, pero en estos momentos no pienso en nada más allá que colores, formas, vidas y hacia que lado girar en el próximo cruce. No pienso en cómo he llegado aquí ni en a qué viene todo esto. Solo camino.
De pronto, las paredes blancas comienzan a cubrirse, a cada paso que doy, cada vez más y más hasta convertirse en enormes tapices en tono burdeos y ese tono de rojo que te hace pensar que ha vivido a lo largo de mil y una guerras con intrincados dibujos de damasco. Ribetes dorados allí donde cabían y paneles de madera envejecida de ébano a media altura. Para cuando llego al final del pasillo creo que me encuentro con una sala que perfectamente podría haber sido la habitación de un rey. Menos por el pequeño detalle de que incluso desnuda, tiene un cometido que cumplir: Antesala de habitaciones de identidad propia para cada uno de los cuadros, colgados individualmente.
Al adentrarme en el diminuto mundo que comprenden las cuatro paredes de la primera sala, de un color morado tan oscuro y apagado a la par que radiante y complejo; es cuando me paro de verdad a contemplar el cuadro. Pinceladas precisas, con tonos tan realistas e intensos que parece que cogen impulso para saltar allí a donde me encuentro.
No se cuanto tiempo llevaré parada delante de aquel primer cuadro cuando lentamente las figuras y las luces comienzan a moverse ligeramente. Es ecléctico. Las luces parpadean y la gente se mueve de formas imposibles. Me noto sonreír. Ahora el intenso color morado con marcas de pulido de las paredes tiene sentido.
Me adentro en las siguiente sala, reacia a dejar atrás la libertad de aquella discoteca plasmada en artificial acrílico.
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