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Para luego olvidarme por completo de dónde estoy o de la sala anterior.
Ahora estoy en una sala de color verde. No verde monárquico como la antesala, o un verde oscuro como el de la noctámbula galería pasos atrás. Las paredes y el techo que me rodean son de color verde; verde bosque. Vibrante. Como el primer día de verano en los dormidos bosques del Báltico. Algo tan poco corriente como la clase de sueño por el que camino. De esos de los que sabes que tienen que significar algo porque sino no tendrías.
Ensimismada en mis pensamientos, contemplando el enorme y generoso ribete dorado que decora cada una de las junturas en la sala, tardo en reparar en la pintura.
Se trata de una gigante pieza que ocupa la pared entera a lo ancho; delicada e imponente. Sobre un fondo blanco, explotan cantidades descomunales de verde y amarillo en acuarela. Colores intensos que a su vez dejan paso a trazos y composiciones débiles y cargadas de sentimiento. Todo se pelea por destacar en un lienzo en el que en menos de un minuto ya te sientes absorta y acogida. Se demuestra de forma extrañamente exacta lo triste y soleado de la vida.
Y justo cuando ese pensamiento cruza mi mente; empieza. Los verdes se vuelven cada vez mas amarillo y sólo se me ocurre pensar con gran temor si es que las hojas comenzarán a morir a causa del otoño. Pero no. Me sorprende un envolvente cambio de luz que se cuela entre las copas de los árboles y se refleja en los diminutos charcos del suelo, en los que antes no había reparado.
Conforme el sol cala más y más hondo en el bosque, una fuerza casi absorbente tira de mi hacia fuera, dejándome de nuevo ante una estática acuarela de colores vibrantes. Y me imagino que viene ahora.
Me encamino hacia el otro extremo del cuadro y de la sala, mirando de reojo, esperando de forma inconsciente ver una hoja caer, un charco temblar o ver el viento correr entre las pobladas ramas.
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