Con la tensión por los suelos. Los ojos se cierran y cada tecla del piano que está sonando a tí te retumba en los oídos. Tragas saliva. Qué sensación más rara esta. Qué forma tan rara tienes de vivir el mundo, compañera. Qué sabor más raro y culpable tiene el café. Tu mente está en otro sitio. Anda perdida ¿Cómo hacer que volváis a encontraros? Por suerte has rechazado la opción de vomitar. Sí, es cierto que ese cerebro tuyo es un laberinto; sí, podéis creéroslo todos. Yo propongo que cierres los ojos y que esa música percutiva te lleve a donde quiera que tenga que hacerlo. Creo que tus pensamientos quieren enseñarte algo y que dejes de aferrarte a la realidad que admiras y de la que tanto te quejas.
Te veo caminando por adoquines rasgados. Iguales, sufridos y grises. Veo como tu pelo se mece y veo el daño que le ha hecho el tiempo. Sus puntas rasgadas y divididas. Levanta la cabeza del suelo, pequeña. Me gusta más verte la cara. Me gusta que camines por esta calle porque es una de las pocas cosas irresponsables que haces. Además de sentarte a escuchar seducida por la retroiluminación de tu teclado. He dicho que levantes la cabeza. Ahí, aunque sea solo por el viento, pero lo has hecho. Siempre miras al infinito. Soñadora. Con lo torpe que eres no sé ni como esos brazos tuyos no se enredan con tus auriculares. Tienes cierta maestría con eso. Te mueves a un ritmo que solo existe dentro de tu cabeza, uno que solo escuchas tú. Te veo en la cara que deseas echarte a bailar calle arriba, pero algo llama tu extraña atención porque giras tu cabeza. Contemplas esos edificios que no sé porqué tanto te fascinan. Te paras siempre a la misma altura; intentas captar lo que tus ojos están viendo para poder dejármelo ver. Una vez más, debes haber fracasado, porque tu semblante contempla la pantalla de ese enorme bicho negro frustrado. Debe de pesar. Lo se por como golpea contra tu pecho. Aunque tu ya ni lo sientes. Vuleves a concentrarte, después de un par de pasos, en llegar a donde querías.
Te sientas, y dejas escapar dos chispazos y una llamarada muy corta. Luego lo repites; tres chispazos y una llamarada más larga ¿Te gusta el fuego, pequeña? Te sientas ahí, durante lo que pueden ser unos cuatro minutos, y lo aplastas contra la piedra. Pero te quedas ahí todavía. Hay algo que no anda bien. Tu mirada está entornada. Subes las piernas al muro y las agarras como una chiquilla asustada. Miras en direcciones extrañas. No sé que estás viendo. Tampoco he entendido nunca porque vienes hasta aquí, teniedo la selva a tus espaldas. Tu belleza tampoco es nada normal, así que supongo que si yo no me canso de observarte y te acompaño hasta aquí una y otra vez, no tengo nada de lo que quejarme. Sé que cuando te sientas y te dedicas a jugar con las piedrecitas del muro, piensas; pero piensas en cosas pequeñas y creo que es cuando te dedicas a contemplar el horizonte calle abajo con la cabeza alzada, cuando piensas en esas cosas que yo no sé, que yo no entiendo y que para tí son tan grandes y tan humanas. Eres muy sensible, y se te ve en la cara.
Hasta que recoges tus cosas que yacen tiradas a tu alrededor, sin que ninguno de los dos sepamos cómo y entonces pareces entera de nuevo. Entera y perdida. Enteramente perdida. Perdidamente entera. No sabría decirte. Pero ese momento es mi preferido. Yo, que conozco tu flaqueza de esos momentos cuando saltas la valla o subes la calle creyéndo que nadie te ve cometer tu pequeño crimen, me quedo embelesado mirando la determinación con la que se mueven tus caderas y se mece tu pelo con el viento de la calle. Me maravilla no saber nunca que parte de lo que veo es mentira y que parte es verdad.
26.02.15
Giro sobre mi misma. Doy vueltas. El paisaje cada vez se vuelve más uniforme. Se confunden las formas y los colores, transformados en manchas y líneas que dan vueltas conmigo. Me encantaría que lo vieras. Que vieras lo que veo yo en el mundo. Lo que aprendes en un momento contemplativo, observando. De la paz que da ver la naturalidad de la vida como tal, sin más. Un segundo. Un coche que pasa, el pájaro que se posa en el árbol pelado junto a la carretera y como lo adereza una ráfaga de viento. Y cuando encuentras la esencia, es cuando empiezas a girar sobre tus pies; como bailando.
Te veo caminando por adoquines rasgados. Iguales, sufridos y grises. Veo como tu pelo se mece y veo el daño que le ha hecho el tiempo. Sus puntas rasgadas y divididas. Levanta la cabeza del suelo, pequeña. Me gusta más verte la cara. Me gusta que camines por esta calle porque es una de las pocas cosas irresponsables que haces. Además de sentarte a escuchar seducida por la retroiluminación de tu teclado. He dicho que levantes la cabeza. Ahí, aunque sea solo por el viento, pero lo has hecho. Siempre miras al infinito. Soñadora. Con lo torpe que eres no sé ni como esos brazos tuyos no se enredan con tus auriculares. Tienes cierta maestría con eso. Te mueves a un ritmo que solo existe dentro de tu cabeza, uno que solo escuchas tú. Te veo en la cara que deseas echarte a bailar calle arriba, pero algo llama tu extraña atención porque giras tu cabeza. Contemplas esos edificios que no sé porqué tanto te fascinan. Te paras siempre a la misma altura; intentas captar lo que tus ojos están viendo para poder dejármelo ver. Una vez más, debes haber fracasado, porque tu semblante contempla la pantalla de ese enorme bicho negro frustrado. Debe de pesar. Lo se por como golpea contra tu pecho. Aunque tu ya ni lo sientes. Vuleves a concentrarte, después de un par de pasos, en llegar a donde querías.
Te sientas, y dejas escapar dos chispazos y una llamarada muy corta. Luego lo repites; tres chispazos y una llamarada más larga ¿Te gusta el fuego, pequeña? Te sientas ahí, durante lo que pueden ser unos cuatro minutos, y lo aplastas contra la piedra. Pero te quedas ahí todavía. Hay algo que no anda bien. Tu mirada está entornada. Subes las piernas al muro y las agarras como una chiquilla asustada. Miras en direcciones extrañas. No sé que estás viendo. Tampoco he entendido nunca porque vienes hasta aquí, teniedo la selva a tus espaldas. Tu belleza tampoco es nada normal, así que supongo que si yo no me canso de observarte y te acompaño hasta aquí una y otra vez, no tengo nada de lo que quejarme. Sé que cuando te sientas y te dedicas a jugar con las piedrecitas del muro, piensas; pero piensas en cosas pequeñas y creo que es cuando te dedicas a contemplar el horizonte calle abajo con la cabeza alzada, cuando piensas en esas cosas que yo no sé, que yo no entiendo y que para tí son tan grandes y tan humanas. Eres muy sensible, y se te ve en la cara.
Hasta que recoges tus cosas que yacen tiradas a tu alrededor, sin que ninguno de los dos sepamos cómo y entonces pareces entera de nuevo. Entera y perdida. Enteramente perdida. Perdidamente entera. No sabría decirte. Pero ese momento es mi preferido. Yo, que conozco tu flaqueza de esos momentos cuando saltas la valla o subes la calle creyéndo que nadie te ve cometer tu pequeño crimen, me quedo embelesado mirando la determinación con la que se mueven tus caderas y se mece tu pelo con el viento de la calle. Me maravilla no saber nunca que parte de lo que veo es mentira y que parte es verdad.
Eres tan extraña que te conozco.
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